8 de julio de 2010

Era tarde

Era ya muy tarde para andar afuera.

          Yo andaba por allí, caminando entre las calles bajo el alumbrado titilante que descubre el rocío helado de las madrugadas de verano.  Las nubes pasaban muy cerquita de mi cabeza; se desmenuzaban conforme bajaban al piso y ya entre mis pies eran sólo enredaderas de algodón travieso y revoltoso. La soledad y el silencio aquietaban todo. La oscuridad casi se tragaba mis ojos entre algunos pasos, donde las lámparas fallaban y me dejaban al tanteo entre la maraña blanca de neblina. Luego encontraba otra vez el camino.
         Vi después un bulto alargado debajo de un farol, como un tablón apoyado sobre el tubo metálico.  De él se desprendía un fino hilo de humo más espeso que la niebla y que ascendía en espiral antes de perderse en el aire. Me acerqué. No era un tablón, era un hombre que fumaba un cigarrillo en medio de la noche. Yo me detuve a unos cuantos pasos, observando como su rostro se encendía con un resplandor rojizo cada que se llevaba el cigarrillo a la boca, y luego dejaba salir el humo por la nariz. Le observé ayudándome de la poca luz que llegaba del farol. Era joven y atractivo. Vestía ropas hermosas de colores confusos, y las cuencas de sus ojos quedaban en la sombra, pues la luz venía de justo encima de él. No sabía si me estaba mirando, aunque sentía una mirada fuerte encarando la mía.
          El hombre se llevó el cigarro a los labios por última vez, aspiró fuertemente y luego arrojó el cigarrillo. Lo pisoteó con la punta del zapato antes de volverse e irse. Yo estaba a punto de volver también sobre mis pasos y seguir por mi camino. Pero el hombre se detuvo un segundo y luego me miró. Sus ojos felinos centellearon en la oscuridad con una chispa rojiza. 
          —¿Vienes?— fue lo que me dijo, y luego siguió caminando.
          —¿Adónde?
          El golpeteo de los tacones en el piso, alejándose cada vez más, fue la única respuesta.
          Yo lo seguí. No tenía a dónde ir.
          Anduve tras de él por unos diez minutos. Al principio pensé que no se había percatado de que le seguía los pasos, pero luego comenzó a mirarme de reojo en las esquinas. Caminamos más y más, internándonos en un vecindario maloliente donde la constante en las construcciones parecía ser la sobriedad y el descuido. Finalmente entró por el desgastado pórtico de uno de los edificios más altos de la cuadra. Yo entré poco después que él. No había elevador, sólo escaleras, y el ya me adelantaba una docena de escalones.
          De inmediato comencé a trepar por ellas. Traté de alcanzarlo, pero a cada paso que daba él parecía aventajar el doble. Me forcé a ser más rápido, pero era imposible igualar la agilidad grácil con que él subía. Parecía que algunas cuerdas invisibles lo jalaban y que él apenas hacía esfuerzo. Se adelantaba cada vez más,  y pocos minutos después sólo podía vislumbrarlo por un instante antes que desapareciera tras los recodos de los descansos. Luego nada. No lo vi más; me perdí entre la oscuridad y entre miles de escalones que se extendían incansables hacia arriba. La luz de luna que con trabajo se colaba por las rendijas que había aquí y allá me permitía difícilmente avanzar a tientas. Subí y seguí subiendo, hasta que creí imposible que el edificio pudiera extenderse tan arriba. Mis piernas cosquilleaban y perdí la noción del espacio. Me tiré allí.



          Él regresó y me levantó. Me cargó en sus brazos. La fuerza que tenía no parecía venir de su joven pero enjuto cuerpo. Andaba a una velocidad vertiginosa. Subió sin detenerse, mucho más de lo que yo hubiera podido subir por mi cuenta. Llegamos al último piso. En el rellano había una luz encendida, la única que había visto después de entrar al edificio. La puerta estaba entreabierta. Entró, cargándome aún, y luego me lanzó violentamente al piso.
          Caí sobre mi espalda y por un segundo no sentí dolor alguno. Pero luego sentí que me había roto en pedazos, como un cristal al estrellarse. Se disipó cualquier sensación, y solamente un vago fantasma de dolor entumió mi cuerpo. Entorné la vista. Había una mesa, y sobre la mesa había una vela consumida. Era la única luz de allí, y transformaba la estancia en un tapete de sombras tenebrosas.
          —Todos suelen perderse la primera vez —gruñó el joven desde el fondo de la habitación—. Pero no los culpo; jamás ha habido una segunda. ¿Crees que soy hermoso?
          Se despojó de sus ropas modernas. Comenzó a quitarse los pantalones y luego se sacó la camisa por los hombros. En diez segundos estuvo desnudo. La luz mortecina sólo me dejó ver su blanca espalda. 
          —Como verás, no encuentro ningún motivo para vestir hermosamente cuando se está solo —dijo mientras se ponía una capa desgastada y fea sobre los hombros—. Lo digo porque tú, por ejemplo, eres una ilusión atrapada en la imaginación de quien cree que eres tú. Eres nadie.
          Luego escuché  que se alejaba y el tintinear delicado del cristal. Regresó enseguida con una copa entre los dedos. Se puso en cuclillas junto a mi lado y me ayudó a apoyarme sobre los codos.
          —Bebe —susurró mientras forzaba la copa entre mis labios, y el líquido espeso quemaba mi garganta—. Bebe, bebe, un poco más.... 


Desperté luego aquí, en esta habitación oscura. Sólo hay un cuadernillo y un lapicero que derrama la tinta si se le deja recostado. Estoy atado a una cama. Sobre mi cabeza hay un boquete en el techo que me deja saber si es de noche o de día, pero también me quema la frente. Algunas veces cae por allí un poco más del mismo líquido enervante que probé aquella vez.

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